jueves, 30 de septiembre de 2010

Un alma sin orillas.



El avión descendía y comenzaba a divisarse la ciudad, pero mi vista únicamente buscaba ansiosamente encontrar el mar.
En realidad mi mar es un estuario con nombre de río, es un río sin orilla al frente, es un mar que se confunde con el océano.

Lo divisé inmediatamente, fijé mi vista en él y me dejé llevar por las olas, comenzó mi gran aventura de libertad. Ya no estaba en el aire, estaba navegando en las aguas de mi nostalgia, luchando para no ahogarme en la profundidad del fracaso.

Había dejado mi mar, mi costa,  para acompañar un proyecto “superior”, en realidad superior a mí misma. Treinta años antes había hecho el trayecto inverso, pero con las maletas del alma cargadas de esperanzas. Hubo un tiempo donde la esperanza superó a la nostalgia, hoy ya no valía la pena negarme tanto sacrificio.

Sustituí el azul del mar, por un celeste intenso de cielo, el paisaje sobrio y llano por la selva agreste, lapachos en flor y verdes intensos. Mis pies ya no caminaban sobre las arenas blancas y húmedas de mi playa, sino por senderos de tierra colorada.

Los primeros tiempos tanta explosión de naturaleza me distrajo, pero pronto fui percatando que  iba apoderándome  de una sensación perturbadora de mediterraneidad, que poco a poco se fue convirtiendo en un encierro espiritual, agudizado por la cerrazón intelectual de un pueblo sumiso, fruto de una historia dolorosa y una dictadura perversa.

El avión aterriza, dejo de lado las disquisiciones para tomar decisiones prácticas. Tomo un taxi.

-Buenas tardes señora,¿a dónde quiere ir?. El taxista me recuerda los buenos modales de mi gente, gente que se educó en escuela pública, laica y gratuita, al decir de Don José Pedro Varela.

-Al centro por favor, pero por la rambla. En realidad mi rambla es una equivocada y hermosa manera de decir costanera, que nada tienen que ver con las ramblas de Barcelona.

A la verdad, no me dirigía al centro, pero quería transitar toda mi costa montevideana por el lugar más lindo, más democrático, más abierto de mi ciudad. El lugar donde se va a caminar, andar en bici, tomar mate, pero en el recipiente natural de la planta, no del animal, la guampa. El lugar donde se confunden los diferentes estratos sociales, casi unificados en clase media, aunque sus ingresos no lo avalen.

La belleza paisajística se confunde con mis recuerdos, con mis mejores momentos, familiares y personales. Pero lo más importante, es esa sensación de libertad que me da esa costa sin orilla al frente. Esa invitación gozosa a la libertad, a la aventura, al libre pensamiento.

Me hospedé en un hotel frente a la playa, pedí habitación en el piso más alto. Me instalé, cual vigía en la torre, a divisar cada barco, embarcación, gaviota, faro, que percibía por mi ventana, mientras disfrutaba de una cena frugal.

A la mañana siguiente, sin aún anunciar mi presencia a la familia y amigos, bajé a la costa. Un viento fuerte, característico en esa época, me recordaba que estaba viva. Compré un gorro, tipo boina, para ajustar mis cabellos y dejar que la brisa acariciara mi rostro pero con la melena al viento, y salí a desandar los dolores y andar mis nuevos caminos.

Renové mis fuerzas, pacté con mis dolores, dibujé nuevos rumbos, volví a la tierra de los colores con el mar pegado en el alma y dueña de una libertad que no tiene orillas.